EL DINOSAURIO MARIO


Consternación máxima en el Club “Solidaridad entre diferentes” de la fauna salvaje del Cantábrico por la desaparición del cuerpo del dinosaurio Mario.

—¡Solo queda la cabeza! —exclamó, casi sin aire, el Txipirón de Getaria al entrar a trompicones en el Club. La Ranita de Igeldo, la Trucha Pachutxa y el Cangrejo de Ondarreta, que estaban enfrascados en un refrigerio digno de Instagram, se quedaron ojipláticos, observando cómo el Txipirón iba poniéndose más negro que el carbón.

—¿Qué dices? —preguntó la Lagartija del parque Zubimusu, que estaba cómodamente instalada en una butaca, ojeando El Diario Vasco como quien busca descuentos en la sección de anuncios clasificados.


Para quienes no estén al tanto, queridos lectores, el dinosaurio Mario apareció una noche de luna llena, encaramado en la ladera del monte Igeldo, justo al lado de las emocionantes atracciones que siempre tienen colas kilométricas. Era un vigilante improvisado de la obra de Cristina Iglesias en el faro de la isla Santa Clara. Sí, ese foso de latón corrugado con señales de viruela, que algunos insisten en describir como "enigmático" y que otros consideran perfecto para jugar a las canicas.


El anuncio del Txipirón desató un maremoto de preguntas:
—¿Qué ha dicho?
—¿Qué ha pasado?
—¿Dónde ha sido?
—¿Por quién doblan las campanas?
—¿Había pintxos de por medio?

Cuando todos más o menos comprendieron que el cuerpo de Mario se había volatilizado como los calcetines en la lavadora, alguien propuso una votación para decidir si debían recuperar su integridad corporal. El ambiente se llenó de murmullos emocionales que cruzaban la sala como brisa marina... pero sin despeinar a nadie, claro.

En medio del silencio incómodo, la estridente voz del Pulpo Txiripas resonó como una sirena de ambulancia:
—¿Pero qué vais a buscar, si su cuerpo estaba hecho de hojas? ¡Que aquí ni siquiera tenemos un jardinero decente!

Desde una de las columnas del Club, el Caracol Mirikol, que había trepado dejando un rastro de baba digno de película de terror, intervino:
—Txiripas tiene razón. Solo quedarán hojas secas en el suelo. Y como llueva, serán compost.

La Merluza del Cantábrico, que fregaba vasos detrás de la barra como una profesional del "slow life", alzó las aletas con determinación:
—¡Vale, su cuerpo ya no está! Pero podemos usar su cabeza. La clonamos y la plantamos en otro sitio donde pueda seguir vigilando la bahía y la isla Santa Clara. ¿Qué os parece el monte Ulía? ¿El parque de Miramón? ¿El monte Urgull? Hay opciones...

Todos los presentes quedaron pensativos, rumiando las posibilidades como si fueran vacas mirando al tren preguntándose si iba o venía. Al fondo, el silencio se recostaba, impertérrito, sobre los hombros de los asistentes.

Una decisión de tal envergadura requería visión de conjunto, operatividad y, fundamentalmente, evitar que siguiera disminuyendo el número de socios del Club “Solidaridad entre diferentes”. Porque entre mudanzas, migraciones y algún que otro despiste, los miembros del Club iban a menos, y tampoco era plan de culpar otra vez al cambio climático.

El dinosaurio Mario podía haber perdido su cuerpo, pero su legado como vigilante del Cantábrico y rey de las anécdotas seguía vivo. 

Pero algo era seguro: si el dinosaurio Mario iba a tener un nuevo cuerpo, ¡sería el más fabuloso del Cantábrico!